El Padrino

| domingo, 7 de mayo de 2017 | 12:04

Yo creo en América. América me ha hecho rico… Desde los primeros fotogramas de la película en los que Amérigo Bonasera le suelta su filípica a Vito Corleone, sabías que estabas viendo algo grande. Hay algo clásico en sus imágenes deslumbrantes, en sus diálogos perturbadores… Habla Tácito en las primeras páginas de sus anales diciendo que lo primero que hizo Tiberio al ser emperador fue mandar matar a su hermanastro, suena a Flavio Josefo contando cómo Antípatro se abrió la túnica y aseguró que él no tenía que hablar porque ya lo hacían sus cicatrices. Cada personaje habla de nosotros, de cómo vivimos y morimos, del éxito y la humillación, de la estupidez y el sentido común, del amor y la traición… Ahora se cumplen 45 años de una de las obras de arte más importantes del siglo XX, y los protagonistas -faltaron John Cazale y Marlon Brando por fuerza mayor- se sacaron una foto en el festival de Tribeca. A partir del último sonido de la claqueta, fue muy fácil que las siguientes décadas el lenguaje popular se impregnase de sus diálogos que, como decía Preston Sturges, son esas cosas brillantes que te gustaría haber dicho pero que en su momento no se te ocurrieron. ¡Y vaya si las dijimos! Solo los autistas o los que no toman partido -y esos, según Dante, van directos a la peor zona del infierno- no ha soltado en alguna ocasión, “Un hombre que no pasa tiempo con su familia no puede ser un hombre de verdad”, “Mi padre le hizo una oferta que no pudo rechazar...”, “Trata de pensar como la gente a tu alrededor y sobre esa base todo es posible”, “Senador, ambos somos parte de la misma hipocresía, pero no la extienda a la familia”, “El poder agota a los que no lo tienen”, “Dinero y amistad… agua y aceite”, “Sé que fuiste tú, Fredo, me destrozaste el corazón…”, “Si algo nos ha enseñado la historia es que se puede matar a cualquiera”, “Deja el arma, coge los canoli”. Mi madre siempre me repitió que, siendo un crío hiperactivo, de las pocas ocasiones en que estuve tres horas quietecito fue cuando con tres años me llevo a ver El Padrino en un cine de Ribadesella. Hace también tres años, durante una estancia en casa de unos amigos en Long Island, tuve que cuidar a su hijo de un año y tampoco se paraba quieto. Puse la televisión por cable y había un bucle con la trilogía de El Padrino. Coloqué a Alessandro recto en el sofá, subí el volumen y le puse la escena en que Michael Corleone visita al señor Vitelli, el padre de Apollonia, para pedirle su mano y le revela quién es: “Algunas personas pagarían mucho por esa información, pero entonces su hija perdería un padre en lugar de ganar un marido”. Miré a Alessandro, era incapaz de apartar sus ojos de la pantalla, y yo respiré tranquilo. La nueva generación de devotos estaba garantizada.